La persona a quien más quiero en el mundo se llama Natalia. La conocí nada más llegar a mi nueva ciudad. Me gustó enseguida, porque huele a mandarinas, chocolate y jazmín (parece un detalle insignificante, pero no lo es en absoluto). Por aquel entonces, yo era un graduado bastante presumido, aunque con muchas ganas de trabajar (me había entrenado a conciencia).
Antes de salir de Boadilla del Monte, en Madrid, nadie me había hablado nunca de Natalia. Por eso me asombró tanto escuchar, de pronto, mientras echaba la siesta: «Pasa, Natalia. Deja que te acompañe, espera aquí, enseguida te presento a Bob. Verás cómo te cae bien».
Creo que nos gustamos enseguida. Natalia me pareció guapísima, alegre, muy inteligente. Acababa de entrar en la Universidad y venía acompañada por su padre, que durante nuestra primera entrevista no dejó de mirarme, como preguntándome qué provecho sacaría su hija de mi compañía. Si hubiera podido, le habría dicho: «Soy un profesional, señor, sé cómo tratar a su hija, no debe preocuparse».
Natalia, en cambio, sonrió todo el rato, sonríe como el agua fresca sale de una fuente. Sonrió, extendió la mano y me dijo: «Nos lo vamos a pasar muy bien juntos, ya lo verás».
¡Qué razón tenía!
Desde ese día, no nos separamos ni un segundo. Yo la acompañaba a todas partes. Madrugaba para recorrer con ella el camino a la facultad. Me aburría con ella durante la temporada de exámenes. En las fiestas, intentaba ser el primero en llegar a la barra y ella me seguía. «Juntos somos imparables», me dijo una vez. Y cuando alguien se quejaba de mi presencia, Natalia me defendía. «Si Bob no entra, yo tampoco», les decía tan seria que daba un poco de miedo. Y por las noches, claro, compartíamos habitación. Me encanta verla dormir.
Fui el primero de la familia que conoció a Ramón, el novio de mi chica, y el único que estaba presente cuando él le pidió que se fueran a vivir juntos. Aceptamos, porque Ramón nos gustaba a los dos. De modo que Natalia y yo nos mudamos de piso unas semanas antes de que ella cumpliera los veintitrés. Nuestra habitación nueva es lo bastante grande para nosotros dos y para Ramón, así que yo me instalé donde siempre: lo más cerca posible de ella. Un tiempo después (no sabría precisar cuánto) nació Óscar. Cuando lo olí por primera vez supe que iba a quererle tanto como a su madre. ¿Adivináis? Olía a jazmín, mandarinas y chocolate, podría decirse que era un bebé dulce y delicioso. Tanto, que no pude evitar darle un lametón de bienvenida. Sus padres me regañaron un poco, pero en el fondo creo que se alegraron. Aquella fue la única vez en que no me comporté como me enseñaron en la Fundación ONCE del Perro Guía, donde me gradué con nota un par de días antes de viajar hasta aquí.
Aunque, sinceramente, creo que la ocasión lo merecía.
Autora: Care Santos.
Si has leído bien el relato te habrás dado cuenta de que Bob es el perro guía de Natalia, que es una persona ciega.
Te adjunto un video sobre su labor para que veas que hacen un trabajo importantísimo.
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